El mago y el científico
Umberto Eco
Creemos
que vivimos en la que Isaiah Berlin, identificándola en sus albores,
llamó
la Edad de la Razón. Una vez acabadas las tinieblas medievales y
comenzado
el pensamiento crítico del Renacimiento y el propio pensamiento
científico,
consideramos que vivimos en una edad dominada por la ciencia. A
decir
verdad, esta visión de un predominio ya absoluto de la mentalidad
científica,
que se anunciaba tan ingenuamente en el Himno a Satanás, de
Carducci,
y más críticamente en el Manifiesto comunista de 1848, la apoyan
más
los reaccionarios, los espiritualistas, los laudatores
temporis acti, que
los
científicos. Son aquéllos y no éstos los que pintan frescos de gusto casi
fantástico
sobre un mundo que, olvidando otros valores, se basa sólo en la
confianza
en las verdades de la ciencia y en el poder de la tecnología.
Los
hombres de hoy no sólo esperan, sino que pretenden obtenerlo todo de
la
tecnología y no distinguen entre tecnología destructiva y tecnología
productiva.
El niño que juega a la guerra de las galaxias en el ordenador usa
el
móvil como un apéndice natural de las trompas de Eustaquio, lanza sus
chats
a través de Internet, vive en la tecnología y no concibe que pueda
haber
existido un mundo diferente, un mundo sin ordenadores e incluso sin
teléfonos.
Pero
no ocurre lo mismo con la ciencia. Los medios de comunicación
confunden
la imagen de la ciencia con la de la tecnología y transmiten esta
confusión
a sus usuarios, que consideran científico todo lo que es
tecnológico,
ignorando en efecto cuál es la dimensión propia de la ciencia,
de
ésa de la que la tecnología es por supuesto una aplicación y una
consecuencia,
pero desde luego no la sustancia primaria.
La
tecnología es la que te da todo enseguida, mientras que la ciencia avanza
despacio.
Virilio habla de nuestra época como de la época dominada, yo diría
hipnotizada,
por la velocidad: desde luego, estamos en la época de la
velocidad.
Ya lo habían entendido anticipadamente los futuristas y hoy
estamos
acostumbrados a ir en tres horas y media de Europa a Nueva York
con
el Concorde: aunque no lo usemos, sabemos que existe.
Pero
no sólo eso: estamos tan acostumbrados a la velocidad que nos
enfadamos
si el mensaje de correo electrónico no se descarga enseguida o si
el
avión se retrasa. Pero este estar acostumbrados a la tecnología no tiene
nada
que ver con el estar acostumbrados a la ciencia; más bien tiene que
ver
con el eterno recurso a la magia.
¿Qué
era la magia, qué ha sido durante los siglos y qué es, como veremos,
todavía
hoy, aunque bajo una falsa apariencia? La presunción de que se
podía
pasar de golpe de una causa a un efecto por cortocircuito, sin
completar
los pasos intermedios. Clavo un alfiler en la estatuilla que
representa
al enemigo y éste muere, pronuncio una fórmula y transformo el
hierro
en oro, convoco a los ángeles y envío a través de ellos un mensaje.
La
magia ignora la larga cadena de las causas y los efectos y, sobre todo, no
se
preocupa de establecer, probando y volviendo a probar, si hay una
relación
entre causa y efecto. De ahí su fascinación, desde las sociedades
primitivas
hasta nuestro renacimiento solar y más allá, hasta la pléyade de
sectas
ocultistas omnipresentes en Internet.
La
confianza, la esperanza en la magia, no se ha desvanecido en absoluto
con
la llegada de la ciencia experimental. El deseo de la simultaneidad entre
El
mago y el científico, U. Eco
causa
y efecto se ha transferido a la tecnología, que parece la hija natural de
la
ciencia. ¿Cuánto ha habido que padecer para pasar de los primeros
ordenadores
del Pentágono, del Elea de Olivetti tan grande como una
habitación
(los programadores necesitaron ocho meses para preparar al
enorme
ordenador y que éste emitiera las notas de la cancioncilla El puente
sobre
el río Kwai, y estaban orgullosísimos), a nuestro ordenador personal,
en
el que todo sucede en un momento?
La
tecnología hace de todo para que se pierda de vista la cadena de las
causas
y los efectos. Los primeros usuarios del ordenador programaban en
Basic,
que no era el lenguaje máquina, pero que dejaba entrever el misterio
(nosotros,
los primeros usuarios del ordenador personal, no lo conocíamos,
pero
sabíamos que para obligar a los chips a hacer un determinado recorrido
había
que darles unas dificilísimas instrucciones en un lenguaje binario).
Windows
ha ocultado también la programación Basic, el usuario aprieta un
botón
y cambia la perspectiva, se pone en contacto con un corresponsal
lejano,
obtiene los resultados de un cálculo astronómico, pero ya no sabe lo
que
hay detrás (y, sin embargo, ahí está). El usuario vive la tecnología del
ordenador
como magia.
Podría
parecer extraño que esta mentalidad mágica sobreviva en nuestra
era,
pero si miramos a nuestro alrededor, ésta reaparece triunfante en todas
partes.
Hoy asistimos al renacimiento de sectas satánicas, de ritos
sincretistas
que antes los antropólogos culturales íbamos a estudiar a las
favelas
brasileñas; incluso las religiones tradicionales tiemblan frente al
triunfo
de esos ritos y deben transigir no hablando al pueblo del misterio de
la
trinidad y encuentran más cómodo exhibir la acción fulminante del
milagro.
El pensamiento teológico nos hablaba y nos habla del misterio de la
trinidad,
pero argumentaba y argumenta para demostrar que es concebible,
o
que es insondable. El pensamiento del milagro nos muestra, en cambio, lo
numinoso,
lo sagrado, lo divino, que aparece o que es revelado por una voz
carismática
y se invita a las masas a someterse a esta revelación (no al
laborioso
argumentar de la teología).
Querría
recordar una frase de Chesterton: "Cuando los hombres ya no creen
en
Dios, no es que ya no crean en nada: creen en todo". Lo que se trasluce
de
la ciencia a través de los medios de comunicación es, por lo tanto -siento
decirlo-,
sólo su aspecto mágico. Cuando se filtra, y cuando filtra es porque
promete
una tecnología milagrosa, "la píldora que...". Hay a veces un
pactum
sceleris entre el científico y los medios de comunicación por el que el
científico
no puede resistir la tentación, o considera su deber, comunicar una
investigación
en curso, a veces también por razones de recaudación de
fondos;
pero he aquí que la investigación se comunica enseguida como
descubrimiento,
con la consiguiente desilusión cuando se descubre que el
resultado
aún no está listo. Los episodios los conocemos todos, desde el
anuncio
indudablemente prematuro de la fusión fría a los continuos avisos
del
descubrimiento de la panacea contra el cáncer.
Es
difícil comunicar al público que la investigación está hecha de hipótesis,
de
experimentos de control, de pruebas de falsificación. El debate que opone
la
medicina oficial a la medicina alternativa es de este tipo: ¿por qué el
pueblo
debe creer en la promesa remota de la ciencia cuando tiene la
impresión
de tener el resultado inmediato de la medicina alternativa?
Recientemente,
Garattini advertía que cuando se toma una medicina y se
obtiene
la curación en un breve periodo, esto no es aún la prueba de que el
medicamento
sea eficaz. Hay aún otras dos explicaciones: que la
enfermedad
ha remitido por causas naturales y el remedio ha funcionado
sólo
como placebo, o que incluso la remisión se ha producido por causas
naturales
y el remedio la ha retrasado. Pero intenten plantear al gran
público
estas dos posibilidades. La reacción será de incredulidad, porque la
mentalidad
mágica ve sólo un proceso, el cortocircutio siempre triunfante,
entre
la causa presunta y el efecto esperado. Llegados a este punto, nos
damos
cuenta también de cómo está ocurriendo y puede ocurrir, que se
anuncien
recortes consistentes en la investigación y la opinión pública se
El
mago y el científico, U. Eco
quede
indiferente. Se quedaría turbada si se hubiese cerrado un hospital o si
aumentara
el precio de los medicamentos, pero no es sensible a las
estaciones
largas y costosas de la investigación. Como mucho, cree que los
recortes
a la investigación pueden inducir a algún científico nuclear a
emigrar
a Estados Unidos (total, la bomba atómica la tienen ellos) y no se
da
cuenta de que los recortes en la investigación pueden retrasar también el
descubrimiento
de un fármaco más eficaz para la gripe, o de un coche
eléctrico,
y no se relaciona el recorte en la investigación con la cianosis o
con
la poliomielitis, porque la cadena de las causas y los efectos es larga y
mediata,
no inmediata, como en la acción mágica.
Habrán
visto el capítulo de Urgencias en que el doctor Green anuncia a una
larga
cola de pacientes que no darán antibióticos a los que están enfermos
de
gripe, porque no sirven. Surgió una insurrección con acusaciones incluso
de
discriminación racial. El paciente ve la relación mágica entre antibiótico y
curación,
y los medios de comunicación le han dicho que el antibiótico cura.
Todo
se limita a ese cortocircuito. El comprimido de antibiótico es un
producto
tecnológico y, como tal, reconocible. Las investigaciones sobre las
causas
y los remedios para la gripe son cosas de universidad. Yo he
perfilado
una hipótesis preocupante y decepcionante, también porque es
fácil
que el propio hombre de gobierno piense como el hombre de la calle y
no
como el hombre de laboratorio. He sido capaz de delinear este cuadro
porque
es un hecho, pero no estoy en condiciones de esbozar el remedio.
Es
inútil pedir a los medios de comunicación que abandonen la mentalidad
mágica:
están condenados a ello no sólo por razones que hoy llamaríamos
de
audiencia, sino porque de tipo mágico es también la naturaleza de la
relación
que están obligados a poner diariamente entre causa y efecto.
Existen
y han existido, es cierto, seres divulgadores, pero también en esos
casos
el título (fatalmente sensacionalista) da mayor valor al contenido del
artículo
y la explicación incluso prudente de cómo está empezando una
investigación
para la vacuna final contra todas las gripes aparecerá
fatalmente
como el anuncio triunfal de que la gripe por fin ha sido
erradicada
(¿por la ciencia? No, por la tecnología triunfante, que habrá
sacado
al mercado una nueva píldora). ¿Cómo debe comportarse el científico
frente
a las preguntas imperiosas que los medios de comunicación le dirigen
a
diario sobre promesas milagrosas? Con prudencia, obviamente; pero no
sirve,
ya lo hemos visto. Y tampoco puede declarar el apagón informativo
sobre
cualquier noticia científica porque la investigación es pública por su
misma
naturaleza.
Creo
que deberíamos volver a los pupitres de la escuela. Le corresponde a la
escuela,
y a todas las iniciativas que pueden sustituir a la escuela, incluidos
los
sitios de Internet de credibilidad segura, educar lentamente a los jóvenes
para
una recta comprensión de los procedimientos científicos. El deber es
más
duro, porque también el saber transmitido por las escuelas se deposita
a
menudo en la memoria como una secuencia de episodios milagrosos:
madame
Curie, que vuelve una tarde a casa y, a partir de una mancha en
un
papel, descubre la radiactividad; el doctor Fleming, que echa un vistazo
distraído
a un poco de musgo y descubre la penicilina; Galileo, que ve oscilar
una
lámpara y parece que de pronto descubre todo, incluso que la Tierra da
vueltas,
de tal forma que nos olvidemos, frente a su legendario calvario, de
que
ni siquiera él había descubierto según qué curva giraba, y tuvimos que
esperar
a Kepler.
¿Cómo
podemos esperar de la escuela una correcta información científica
cuando
aún hoy, en muchos manuales y libros incluso respetables, se lee
que
antes de Cristóbal Colón la gente creía que la Tierra era plana, mientras
que
se trata de una falsedad histórica, puesto que ya los griegos antiguos lo
sabían,
e incluso los doctos de Salamanca que se oponían al viaje de Colón,
sencillamente
porque habían hecho cálculos más exactos que los suyos
sobre
la dimensión real del planeta? Y, sin embargo, una de las misiones del
sabio,
además de la investigación seria, es también la divulgación iluminada.
El
mago y el científico, U. Eco
Y,
sin embargo, si se tiene que imponer una imagen no mágica de la ciencia,
no
debieran esperarla de los medios de comunicación, deben ser ustedes
quienes
la construyan poco a poco en la conciencia colectiva, partiendo de
los
más jóvenes.
La
conclusión polémica de mi intervención es que el presunto prestigio de
que
goza hoy el científico se basa en razones falsas, y está en todo caso
contaminado
por la influencia conjunta de las dos formas de magia, la
tradicional
y la tecnológica, que aún fascina la mente de la mayoría. Si no
salimos
de esta espiral de falsas promesas y esperanzas defraudadas, la
propia
ciencia tendrá un camino más arduo que realizar.
Y
he aquí que mañana los periódicos hablarán de este congreso vuestro,
pero,
fatalmente, la imagen que salga será aún mágica. ¿Deberíamos
asombrarnos?
Nos seguimos masacrando como en los siglos oscuros
arrastrados
por fundamentalismos y fanatismos incontrolables, proclamamos
cruzadas,
continentes enteros mueren de hambre y de sida, mientras
nuestras
televisiones nos representan (mágicamente) como una tierra de
jauja,
atrayendo sobre nuestras playas a desesperados que corren hacia
nuestras
periferias dañadas como los navegantes de otras épocas hacia las
promesas
de Eldorado; ¿y deberíamos rechazar la idea de que los simples no
saben
aún qué es la ciencia y la confunden bien con la magia, bien con el
hecho
de que, por razones desconocidas, se puede enviar una declaración de
amor
a Australia al precio de una llamada urbana y a la velocidad del rayo?
Es
útil, para seguir trabajando cada uno en su propio campo, saber en qué
mundo
vivimos, sacar las conclusiones, volvernos tan astutos como la
serpiente
y no tan ingenuos como la paloma, pero por lo menos tan
generosos
como el pelícano e inventar nuevas formas de dar algo de
vosotros
a quienes os ignoran.
En
cualquier caso, desconfiad más que nada de quienes os honran como si
fueseis
la fuente de la verdad. En efecto, os consideran un mago que, sin
embargo,
si no produce enseguida efectos verificables, será considerado un
charlatán;
mientras que las magias que producen efectos imposibles de
verificar,
pero eficaces, serán honradas en los programas de entrevistas. Y,
por
lo tanto, no vayáis, o se os identificará con ellas. Permitidme retomar un
lema
a propósito de un debate judicial y político: resistid, resistid, resistid. Y
buen
trabajo.
©
Copyright 2002 Umberto Eco (*)
Umberto Eco es escritor y semiólogo italiano. Este texto es un amplio resumen
de la intervención del autor
—titulada
"La recepción de la ciencia por parte de la opinión pública y de los
medios de comunicación"— en la
Conferencia
Científica Internacional, recientemente celebrada en Roma. El presente
artículo fue originalmente
publicado
en el periódico El País de
donde fue recogido por Periodista Digital y
por El escéptico digital,
la revista
de
ARP-Sociedad para el
Avance del Pensamiento Crítico, de donde lo hemos extraído nosotros
El
BiblioLab
(biblioteca-laboratorio virtual) es una iniciativa más de Liliana
Dercyé para Aflorarte.com para brindar a las personas un espacio
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